Qué difícil es luchar, poner ganas en algo que quizá no lo merezca, empujar una y otra vez la misma pared y, pese a todo, seguir intentándolo porque piensas que puedes. Y cuando caes al suelo, rendido, te da rabia todo el esfuerzo que gastaste. Vuelves a levantarte, con fuerza, para que el sudor no haya caído en vano, y sigues, sigues tropezando con la misma piedra, con el mismo muro.
¿Hasta cuándo hay que luchar?, ¿Quién decide si lo que hay detrás me va a gustar?, ¿la fuerza y las ganas que hay que poner?, si verdaderamente merece la pena…
¿Cuántos muros has derribado ya?, has puesto todas las ilusiones y las ganas y sin embargo no mereció la pena… pero a la vez, que bien sienta saber que, aunque no haya merecido la pena, porque aquello que había detrás ya no está en tu vida, conseguiste derribarlo y viviste momentos que nadie te puede robar, sonrisas que, a pesar de estar en el recuerdo, te dieron la vida en algún momento, sentiste, aunque fuera solo durante un día, una hora o un segundo, la satisfacción y la adrenalina que desborda tu cuerpo minutos antes de ver una mirada, o en el momento justo de sentir un abrazo, un beso, una caricia…
Si pregonas hacer lo que sientes, tendría que estar prohibido arrepentirse de haberlo hecho, pero a veces, si te arrepientes es buena señal. Significa la humildad de aceptar que fallaste, que no tendrías que haber insistido en derribar el muro, pero sobretodo, que aprendiste de esa decisión, que si te encuentras el mismo muro u otro parecido ni siquiera tendrás que luchar por derribarlo, y eso, JAMÁS, significará una derrota sino una lección bien aprendida.