Era una vieja que no necesitaba comparación con nadie para ser llamada así. Estaba un poco chiflada, los pelos de las patillas que no le llegaban al moño parecían gusanillos moviéndose al son del aire. Cojeaba de la pierna izquierda y su estatura no superaba el metro y medio. La edad le había menguado los dos centímetros más que tuvo de joven. No era gorda pero sus rodillas estaban lo suficientemente hinchadas como para no aguantar mucho tiempo de pie. Aunque te digo una cosa; no he visto persona más dura a excepción de lo que fue su madre. A lo que vamos, nunca supieron por qué vivía sola y todo el mundo se preguntaba qué pasaría cuando muriera con la gran cantidad de dinero que se suponía que tenía. Una vez a la semana salía a la carnicería, pasaba por la frutería y la pescadería. Ni siquiera compraba el pan a diario. ¿El resto del tiempo? Cuidaba tortugas. Toda su casa estaba llena de tortugas. De todos los tamaños, especies, formas y colores que existieran, ella tenía al menos una. Como si fuese una colección de cromos, sabía a la perfección cuántas eran, cuál era su nombre científico, a qué hora comían y el qué. Desde que se levantaba hasta que se acostaba tenía plena dedicación a su cuidado. Limpiaba los terrarios, las contaba una y otra vez, las estudiaba, les ponía nombre, leía sobre ellas… Leía mucho en general. No voy a decir que odiaba los animales porque estaría mintiendo pero bien es verdad que no le gustaban nada. Siempre había admirado la doble cara de los tigres y la soberbia de las águilas pero nada que ver con perritos, gatitos, periquitos, pececitos o tortuguitas. Y ya ni te cuento de insectos varios. “Que culpa tenía ella de no amar los animales”. Tenía claro que era la culpable de su soledad. Que había sido una decisión meditada. Tampoco tenía la culpa de que “le tocara la peor de las personalidades sociales y las pocas ganas de cambiar eso”. Sin embargo, no cuidaba tortugas por soledad, para eso iría al bingo con las viejas del barrio, hace muchos, muchos años atrás, le dijo de broma a su mejor amiga: “cuando todo el mundo esté cuidando a sus nietos, yo cuidaré tortugas que los gatos no me gustan, seré La loca de las tortugas. Jamás imaginaba la receptora de éstas palabras que eso pasaría. Ni siquiera ella misma podía creerlo, pero era la única manera de sentir que seguía a su lado. No era una promesa. Era el elixir de una vida llena de fuerza y esperanza en un cuerpo muerto por la edad. ¿Y si volvía a buscarla y veía todas esas tortugas?
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Que si entre todas las millones y millones de estrellas que había tú tenias la suerte de ver aquel segundo del viaje fugaz de una de ellas, era porque estabas en el instante preciso, mirando el lugar adecuado. Y por más que te esforzaras en avisar rápidamente a quien tuvieras al lado, nunca le daba tiempo a verlo. Ella sentía que su vida había sido como la trayectoria de una de esas estrellas. No por lo fugaz sino por la minoría de gente que la había visto pasar. Hubo una persona, que estuvo en el instante preciso, mirando el lugar adecuado. Que le produjo la misma sensación que deja una lluvia de estrellas, insaciedad, horas y horas mirando el cielo y como recompensa tan solo tres viajes fugaces. Recompensados. “Como la pesca” – decía siempre la vieja. Llegaron a ser dos personas que en la soledad y en la sociedad se comieron el mundo. Crearon su propia Tierra, SU burbuja de acero, su muro invencible, entrenaban sus miradas día y noche, llevaban sus personalidades hasta el límite, fueron, son y serán figuras a seguir, leyendas vivas, por cómo eran de manera individual, por lo que consiguieron juntas y por lo que representaban para todo el que se cruzaba con ellas en algún momento de sus vidas.

–  Entonces… ¿Que pasó, abuela? ¿Se murió y La loca de las tortugas no pudo aceptarlo nunca?

–  No cariño. Las dos construímos una muralla invencible que nos costó mucho trabajo y años para que nadie “de fuera” pudiera romperla, pero nos olvidamos de lo más importante: Dejamos de cuidar la amistad que había dentro.