Siempre he querido tener un balcón, un balcón con terraza. Aunque mi casa fuera una sola habitación, aunque comiera galletas cada noche o me rugiera el estomago antes de ir a dormir, es decir, tener un balcón a cambio de cualquier otro lujo.
En un balcón se viven, mejor dicho, se sienten, las mejores emociones. Me encantaría salir a la terraza a desayunar y tener que achinar los ojos por el sol. Me encantaría asomarme a la ventana y ver como se inunda en las noches de tormenta. Me encantaría  colgarme una manta al cuerpo como si fuera una capa, un café caliente en una mano y papel y boli en la otra. Me encantaría salir envuelta en una sábana a fumarme un cigarro después de haber hecho el amor. Me encantaría poder tumbarme allí a ver las estrellas en vez de dar vueltas en la cama hasta que el sueño aparezca…
Da igual lo que se vea desde allí, da igual en que ciudad esté o con quién compartas cada momento, porque llegará un día en el que no recuerde con quien hice el amor antes de fumarme un cigarro o porqué salí a escribir a la terraza con el frío que hacía, pero estoy segura de que siempre recordaré lo que sentí mientras veía atardecer o la desolación mientras lloraba al son de cada gota que chocaba contra el cristal.
El balcón me haría sentir, y ser capaz de recordar un sentimiento es mucho más valioso que recordar el por qué.