Ni cocinera, ni bailarina, ni modelo, ni cantante, ni siquiera astronauta, bombera o policía, ni veterinaria, mi médico… Ella quería ser una temible guerrera, luchar con su espada a lomos de su caballo – negro – vestir corsés de cuero y calzar botas con espuelas. Hacer duelos de vaqueros o ser capaz de cortar una soga de un villano a punto de morir ahorcado con una sola bala en un solo disparo. Soplar el humo mientras todos miran boquiabiertos, darle una vuelta a la pistola alrededor del dedo y subirse de un salto a su caballo y ponerse a cabalgar…

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Querer no era poder. En la vida real si alguien la viera galopar por el arcén de la M30 vestida de esa guisa, la arrestarían y la tomarían por loca. La felicidad también tiene límites.
Las grandes guerreras siempre sabían seducir, eran el deseo de los hombres más poderosos de ambos bandos. Tenían mentes privilegiadas, eran astutas, ágiles, con capacidades innatas. (A ver quién corta ahora una soga de un solo tiro). Eran respetadas, temidas e idolatradas y, sin embargo, luchaban siempre por su cuenta. O al menos, con los mínimos que ganaban su confianza.
Podría haber elegido ser Blancanieves, la Cenicienta o cualquier otra princesa, felizmente enamoradas y rodeadas de pájaros que cantan, pero no, ella siempre prefirió ser la princesa guerrera.