Sentí cómo se iba apagando poco a poco dentro de mí. Igual que le pasó a mí abuelo. Cuando nos enteramos de que se iba a morir fue porque su cuerpo comenzó a ser débil y frágil. Estaba tumbado en una cama de hospital día y noche. Sin comer y prácticamente sin hablar. Él sabía perfectamente que no quedaba mucho y luchaba. Luchó como un cabrón para que por él no quedara. Tanto fue así que le vimos levantarse cuando los médicos dijeron que no lo haría. Le vimos sonreír, hablar, besar y caminar con bastón toda la manzana hasta volver a casa cada tarde. Se fue a su casa sin saber que no tenía remedio como si simplemente fuera una rotura de brazo y en unos meses se regenerara la vida. Tuvimos el placer de verle sentado en la mesa de Navidad estando todos juntos por primera vez. Y cuando se sintió cansado antes de las uvas y decidió irse a tumbar, fuimos pasando uno a uno a besarle la cabeza con todo el amor del mundo sin que se derramara ni una lágrima ante él, aunque jamás lo vería porque estaba dormido. Feliz año nuevo abuelo. Eso es lo que me regaló la vida. Un año más cuando la ciencia dijo que ellos no podían hacer nada. Ellos no podían salvar a mi abuelo pero si no fuera por sus putas ganas de vivir jamás habríamos disfrutado de unas bodas de oro, ni de unas meriendas con anécdotas del pasado ni de su bendición para mi relación ni de que viera crecer a todos sus nietos hasta el momento. Pues así, tumbadito en una cama viví cada uno de sus últimos respiros, tal cual se desvanece el amor; Luchado y herido un año más de lo que las mariposas vivieron. Escuché perfectamente cómo cogía aire una última vez y ya no lo soltó nunca… Me dió tiempo a despedirme, a estar a su lado, a disfrutarle desde otra perspectiva y a aprender que todo tiene un final y no tiene por qué ser horrible, tan solo doloroso.